Cuando escuchamos decir 365 días nos parece que es mucho tiempo, pero un año no es nada cuando tienes que regresar a enfrentar lo que te hizo correr.
Así que aquí estoy, con la presión en el pecho, frente a esta maciza puerta de madera. Se ve inmensa, mas grande que cuando me fui.
Inserto la llave, se atora un poco pero cede, un olor a humedad y encierro me da la bienvenida, una vez más comienzo a oír mis latidos en estéreo, pero esta vez no pierdo el conocimiento.
Entro, no queda de otra. Ya estoy aquí. Todo está lleno de polvo. La marca de los fantasmas es el silencio espeso, es la soledad que te arropa el cuerpo, es la cachetada de conocimiento, de seguridad, la muerte no está afuera sino adentro.
Recorro los muebles, la mesita de la sala, el televisor, la PC, el comedor y la cocina con los platos aún sobre el fregador, hay moho cerca por un bote de agua que viene del baño.
Un año, un año más o menos, el entró en una de sus crisis, su salud mental desde hacía 5 años se venía deteriorando, la falta de empleo, una serie de enfermedades físicas, problemas y más problemas.
Recuerdo su ataque de histeria, lanzó los platos con la cena, su cara roja, mi madre tratando de calmarlo pero hacía tiempo que se negaba a tomar su medicina, tomó el cuchillo con el que comía y lo dirigió hacia ella partiéndole el corazón literalmente, luego se lanzó sobre mí, pero resbalé con la comida regada en el piso y no logró alcanzarme, siguió de largo, los gritos atrajeron público, audiencia de este circo vergonzoso de delirio familiar. Las voces lo desconcertaron y salió a la calle, un conductor semi ebrio y atormentado por la noticia de la infidelidad de su esposa terminó con mi agonía, con el miedo de quien queda atado por lazos de sangre al despojo humano y mental –y ahora asesino- en el que mi padre se había convertido.
Un año…
Un año fuera del país y solo he regresado para vender esta casa -mi único familiar- y donar ese dinero.